Si bien no era judío practicante, la herencia judía de Arnold Schoenberg (1874-1951) tuvo un gran impacto sobre su vida personal y sus composiciones musicales. En sus ensayos de composición, habitualmente describía la música como una expresión de Dios, el infinito o un acto de la creación divina. La introducción de su ensayo de 1935, “La composición con doce tonos”, lo deja explícito:
Para comprender la verdadera naturaleza de la creación uno debe admitir que no había otra luz antes de que Dios dijera: “Que se haga la luz”. Y como todavía no había luz, la omnisciencia de Dios abrazó la visión: sólo Su omnipotencia podía hacer que apareciera… El creador tiene la visión de algo que no existía previo a ella. Y el creador tiene el poder de hacer realidad su visión, el poder de llevarla a cabo.
En otros ensayos, Schoenberg se caracterizaba como un “elegido” de la música que continuaría el legado de los maestros alemanes (Mahler, Wagner, Beethoven, Mozart y Bach) a quienes consideraba antecesores “inspirados por el poder divino”.
Hay una sola cosa que todos los grandes hombres desean expresar: el anhelo de los seres humanos por su forma futura, por un alma inmortal, por la disolución en todo el universo… el deseo de este alma por su Dios. Y este deseo se transmite con total intensidad del antecesor al sucesor y, a su vez, el sucesor continúa no sólo con el contenido sino con la intensidad, incorporándolos proporcionalmente a su herencia. Esta herencia conlleva responsabilidad pero se le impone solamente a aquel que puede asumirla.
La revolucionaria técnica musical dodecafónica de Schoenberg, que utiliza una serie ordenada de los doce tonos cromáticos como base para una obra musical, fue creación suya. Habitualmente presumía con que su estructura moderna aseguraría “la hegemonía de la música alemana en el próximo siglo”.
Esas afirmaciones nacionalistas adoptarían un lamentable tono irónico en el período de entreguerras, durante el cual las reacciones antisemitas contra Schoenberg y su música se volvieron más frecuentes y finalmente lo obligaron a emigrar a los Estados Unidos en 1933. En 1921, vivió la primera instancia de discriminación abierta, cuando en un hotel de Mattsee pidieron que su familia se retirara del lugar dado que tenían una política por la cual “no se admitían judíos”. Seis años después, manifestó su frustración al pintor Vasili Kandinsky: “aprendí la lección que me impusieron: […] que no soy alemán, no soy europeo, de hecho, quizás, apenas soy un ser humano […], pero soy judío.” Dicha discriminación llegó un punto crítico el 7 de abril de 1933, cuando los Socialistas Nacionales promulgaron la Gesetz zur Wiederherstellung des Berufsbeamtentums (“Ley para la Restauración de la Administración Pública Profesional”), que prohibía a los judíos ocupar puestos en universidades. Luego de eso, Schoenberg, que entonces era profesor de composición de la Akademie der Künstek (Berlín), emigró a los Estados Unidos, donde aceptó un puesto en la Universidad de California, Los Ángeles. En una carta que Schoenberg escribió en 1933 a su alumno Anton Webern describió cómo esas acciones antisemitas habían influido en su propia identificación como judío:
Hace mucho decidí ser judío. […] También volví oficialmente a la comunidad judía religiosa. […] Mi intención es asumir un rol activo en este tipo de iniciativas. Para mí es más importante que mi arte y estoy decidido […] a no hacer nada [en] el futuro más que trabajar por la causa nacional judía.
En los años subsiguientes, Schoenberg incluyó temas relacionados con el judaísmo tanto en sus ensayos como en sus composiciones musicales. En 1938, publicó su ensayo más sionista, “Programa de cuatro puntos para el pueblo judío”, que pedía la creación de un estado judío independiente. También hizo los arreglos de la oración Kol Nidre. En 1940, a pesar de su débil salud, continuó ocupándose de temas específicamente judíos en tres obras: Die Jakobsleiter (1922; edición sin terminar); Moisés y Aarón (no finalizada); y El sobreviviente de Varsovia (1947).